Por: Ramón Esparza Díaz
En un salón cualquiera de educación media superior, cientos de tareas aguardan en carpetas digitales sin abrir. Las fechas de entrega pasan desapercibidas hasta el último minuto. El fenómeno tiene nombre y apellido: *procrastinación estudiantil*. Una conducta tan común como preocupante, especialmente entre jóvenes que, en teoría, deberían tener más tiempo y energía para cumplir sus responsabilidades.
Una epidemia silenciosa
Un estudio reciente de la UNAM revela que 6 de cada 10 estudiantes admiten posponer tareas importantes, incluso sabiendo que esto les traerá consecuencias negativas.
El problema no es solo la postergación, sino el ciclo de estrés, culpa y bajo rendimiento que genera. Cuando el estudiante finalmente aborda la tarea, lo hace con presión, cansancio y ansiedad. El resultado suele ser pobre, lo que refuerza la baja autoestima académica y alimenta el ciclo.

Más que flojera, una señal de alerta
Contrario al estigma, muchos especialistas coinciden en que la procrastinación es, en realidad, una forma de evitar emociones incómodas: miedo al fracaso, inseguridad, falta de motivación o incluso depresión. La psicóloga educativa Andrea Lozano explica que “muchos estudiantes no posponen porque no les importe, sino porque enfrentan una carga emocional que no saben gestionar”.
Este fenómeno se ha intensificado en la pospandemia. La pérdida de hábitos, el aislamiento social y la virtualidad extendida dejaron una generación con menos estructura y más distracciones.
El rol de la tecnología
Las redes sociales, plataformas de video y videojuegos están diseñados para capturar atención. Enfrentados entre una tarea académica desafiante y una notificación inmediata de dopamina digital, el cerebro opta por la recompensa más fácil.

FImagen 2: Tiempo promedio en redes sociales vs. estudio diario.
El docente Francisco Morales, del Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica (CONALEP), lo resume así: “Estamos educando en la era del multitasking superficial. Les pedimos concentración en un entorno diseñado para interrumpirlos constantemente”.
¿Qué se puede hacer?
La solución no es simple. Implica desde la creación de ambientes escolares que fomenten la autonomía y el sentido de propósito, hasta intervenciones psicológicas que ayuden a los jóvenes a reconocer sus emociones, gestionar su tiempo y desarrollar habilidades de autorregulación.
Programas de tutoría, acompañamiento emocional y formación docente en salud mental ya se están implementando en varias instituciones, con resultados positivos.

Imagen 3: Estrategias escolares para reducir la procrastinación.
El primer paso: comprender
Luchar contra la procrastinación en los estudiantes no pasa por imponer más reglas o castigos, sino por comprender el fondo del problema. Identificar qué los está deteniendo. Preguntarles cómo se sienten. Y sobre todo, enseñarles que equivocarse o no saber por dónde empezar es parte del proceso de aprender.
Al final, procrastinar no es una debilidad. Es un mensaje. Uno que urge escuchar.










