Por: Ramón Esparza Díaz
En los pasillos de cualquier escuela, en las redes sociales y hasta en los grupos de chat estudiantiles, el uso de lenguaje soez entre adolescentes se ha convertido en una constante. Palabras que hace una década eran motivo de sanción o vergüenza, hoy forman parte del discurso cotidiano entre jóvenes, quienes las emplean no solo para agredir, sino también para expresar confianza, pertenencia o incluso humor.
Una práctica normalizada
La psicóloga educativa María Fernanda López, señala que el lenguaje vulgar entre adolescentes se ha normalizado por varias razones: “La exposición constante a contenidos digitales, series o videojuegos donde el insulto se usa como muestra de fuerza o comicidad, ha hecho que muchos jóvenes lo adopten como parte de su identidad comunicativa”.
En el contexto escolar, docentes de educación media superior afirman que escuchar groserías entre alumnos, incluso dentro del aula, ya no provoca sorpresa. Algunos las usan para llamar la atención o marcar una posición de dominio dentro del grupo. Otros, simplemente, las repiten sin medir su carga emocional o su impacto en quienes los escuchan.
El aula: espacio de convivencia y conflicto verbal
Dentro de las aulas, el lenguaje soez se convierte en un desafío para la disciplina y el respeto. Docentes reportan que los estudiantes utilizan insultos para bromear entre sí, pero también como herramienta de exclusión o acoso. En ocasiones, una palabra mal empleada desencadena conflictos mayores, especialmente cuando no se reconocen los límites entre la broma y la agresión verbal.
De acuerdo con el Informe Nacional de Convivencia Escolar 2024, el 67% de los docentes encuestados dijo haber presenciado el uso reiterado de lenguaje ofensivo entre estudiantes, mientras que un 42% consideró que este fenómeno se relaciona con la falta de regulación en el hogar y el consumo de contenidos sin supervisión.
Más allá de las groserías: lo que comunican
El uso de palabras altisonantes no siempre implica una intención agresiva. En algunos grupos juveniles, estas expresiones se usan como una forma de código interno de pertenencia. Decir una grosería puede significar confianza o camaradería, y excluirlas podría interpretarse como rigidez o falta de integración.
Sin embargo, el problema surge cuando los adolescentes trasladan ese mismo lenguaje al ámbito escolar formal, sin distinguir los contextos donde la comunicación debe ser más asertiva y respetuosa. La pérdida de esos límites refleja un déficit en habilidades socioemocionales y en la comprensión del impacto del lenguaje sobre el entorno.
El papel de la familia y la escuela
La familia cumple un papel clave. Cuando en el hogar se tolera o se utiliza con frecuencia lenguaje ofensivo, los adolescentes tienden a replicarlo como algo normal. Por su parte, la escuela tiene la responsabilidad de educar no solo en contenidos académicos, sino en competencias comunicativas y emocionales, fomentando la empatía y el respeto verbal.
Programas de intervención psicoeducativa y talleres sobre comunicación no violenta han mostrado resultados positivos en la reducción del lenguaje agresivo. Estos espacios permiten que los jóvenes comprendan el poder de las palabras y desarrollen una conciencia sobre cómo el lenguaje puede construir o destruir relaciones.
Conclusión
El lenguaje soez entre adolescentes no es solo un problema de modales, sino un reflejo de la cultura comunicativa actual. Su abordaje requiere una mirada integral: comprender sus causas, intervenir desde la educación emocional y promover espacios donde los jóvenes aprendan a expresarse sin recurrir a la agresión verbal.
Como afirma el educador y terapeuta Ramón Esparza Díaz, “la forma en que los jóvenes hablan revela mucho más que su vocabulario: muestra cómo se perciben, cómo se relacionan y qué valores están aprendiendo sobre el respeto y la convivencia”









