Mercenarios colombianos para entrenar a narcos mexicanos: “Son sanguinarios, vienen a lo que vienen”

  • Mundo
  • julio 20, 2025
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“Los Viagras tienen varios colombianos”. Lo dice Lupe Mora, de 72 años, sentado en una destartalada oficina del ayuntamiento de La Ruana, un pequeño y caluroso pueblo de agricultores del limón en el Estado de Michoacán. En la puerta de la oficina le cuidan tres escoltas armados con fusiles del Ejército. Hace dos años, al hermano de Lupe, Hipólito Mora, lo asesinaron con 68 años a un par de cuadras de aquí cuando salía de su casa una mañana. Fueron más de 1.000 balazos a manos de 25 sicarios de esos Viagras. Los mismos que llevan años sembrando el terror en esta zona conocida como Tierra Caliente y que ahora, como el resto de grupos de la zona, cuentan además con refuerzos de exmilitares colombianos contratados como mercenarios. EL PAÍS ha reconstruido cómo operan estos criminales a través de casi una decena de fuentes en México y Colombia e información exclusiva de las investigaciones que prueban el funcionamiento de esta alianza letal y la escasa colaboración del país sudamericano para frenarla.

En la oficina de La Ruana, Mora sigue dando detalles de los mercenarios colombianos que merodean por la zona. “Andan por aquí haciéndole daño a la gente con los drones, los explosivos y los sicarios”, explica mientras el aire de un ventilador le remueve su pelo canoso. Desde el asesinato de Hipólito, él ha tomado el testigo del activismo social de su hermano, que llegó a levantarse en armas junto con otros agricultores hace una década contra los grupos del crimen. Era el inicio de la llamada guerra contra el narco, la estrategia de sacar a los militares de los cuarteles para combatir cuerpo a cuerpo con las mafias. La violencia se desbordó y el mundo miraba con estupor a México. “Estamos peor que antes, con más balaceras, extorsiones, levantones. Y además ahora con los explosivos de los colombianos”, continúa Lupe. Él mismo ha sufrido esos ataques poco después de la muerte de su hermano. Una tarde, mientras daba un mitin en una plaza en el pueblo, escuchó primero el zumbido de un dron. Y después, el estallido de un objeto sobre el techo, que dejó un boquete sobre su cabeza. “Nos dejó bien aturdidos, menos mal que había techo”, dice mirando hacia arriba.

Los vecinos de la Ruana también están al tanto de los explosivos y de los mercenarios colombianos. Recuerdan, por ejemplo, el caso de un padre y su hijo que murieron al estallarles una mina mientras recogían limón en un pueblo, Santa Ana Amatlán, a menos de media hora de allí. “Son esos pinches colombianos. Son sanguinarios, vienen a lo que vienen”, cuenta otro agricultor en el arcén de la polvorienta carretera principal del pueblo. Un poco más adelante hay colocados retenes con sacos de arena. Lo mismo sirven para los controles del Ejército que para los de los grupos criminales. El agricultor dice que es habitual ver cómo los militares se retiran de sus puestos cuando las cosas se ponen feas y prefiere no dar su nombre bajo esta explicación: “No vaya a ser que amanezcamos flotando en un canal”. Otra señora, que tampoco quiere dar su nombre, asegura que ha visto a los colombianos, que se les distingue por cómo hablan y porque van siempre armados. “Salen por la noche, se les ve siempre en grupo y van a matar y extorsionar”.

Guadalupe Mora, jefe de tenencia de La Ruana (Michoacán), el 8 de julio.

Las autoridades mexicanas tienen registros de la presencia de exmilitares colombianos desde hace por los menos 15 años, pero en los últimos tiempos se ha acelerado. En el triángulo de la muerte que forman tres Estados fronterizos del centro-oeste del país: Guanajuato, Jalisco, Michoacán. Pero también al norte, en Chihuahua, Durango o Sinaloa. Las preciadas rutas del Pacífico mexicano rumbo a Estados Unidos. Son reclutados por Los Viagras, sí, pero también por los Carteles Unidos, Santa Rosa, La Familia Michoacana y, por supuesto, el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), la organización criminal más sanguinaria y grande de América Latina, por no decir del mundo: un ejército de sicarios que, según las estimaciones de las autoridades, supera los 20.000 miembros. Muchos de los 2.000 o 3.000 mercenarios colombianos reclutados en México, según los mismos cálculos, son parte de este cartel.

Michoacán es uno de los epicentros de esta guerra informal, sobre todo, los pueblos fronterizos con Jalisco, como La Ruana o Los Reyes, las zonas que ha visitado este periódico durante la segunda semana de julio. En esta frontera CJNG libra desde hace años una terrible batalla con otros grupos por controlar el territorio.

La contratación clandestina de soldados retirados colombianos, muy valorados por su alta preparación, tiene un largo recorrido: de luchar con los paramilitares en Sudán, al magnicidio Jovenel Moïse en Haití pasando por la guerra de Ucrania. Su destino más reciente es trabajar a sueldo para los carteles mexicanos, con la misión de adiestrar sicarios o fabricar explosivos. De la reconstrucción que este diario ha podido hacer a partir de una decena de fuentes en México y Colombia -todas piden mantener el anonimato por seguridad- y documentos exclusivos se desprende la fortaleza organizativa y económica para traerlos, la poca ayuda que México recibe de Colombia para frenar esta lacra y la ineficiencia del anterior sexenio, el de Andrés Manuel López Obrador, quien apostó por una estrategia a todas luces fallida para frenar la violencia y que hoy su sucesora, Claudia Sheinbaum, trata de revertir a toda velocidad.

Reclutamiento por redes y agencias de viajes

“El trabajo es para un cartel, al menos son 40.000 pesos mexicanos, en pesos colombianos son 10 millones mensuales. El tiempo mínimo es por cuatro meses. El trabajo es cuidando la plaza, que nadie se meta y limpiar a los que se quieran meter. Hacer lo que el comando de zona le ordene. Alguna pregunta?”. Así se anuncian las ofertas en una cadena de mensajes a los que ha tenido acceso este diario. El reclutamiento de mercenarios colombianos, con edades entre los 22 y los 42 años en su gran mayoría, se hace de forma ostensiblemente abierta y se produce a través de redes sociales y servicios de mensajería como WhatsApp. “Ah bueno, le hacemos, yo estuve en Ucrania, a México no he ido antes”, responde uno en el mismo grupo. “Mi compa, la empresa está dando los pasajes. Lo único que tiene que traer es para el taxi, para el camión, para comer todo se lo está dando la empresa, ¿ok? Son 48.000 pesos mensuales de sueldo, libre de comida y dormida. Es un cartel”, se lee en otra de las conversaciones.

El reclutamiento, en todo caso, dista mucho de ser espontáneo y va más allá del boca a boca. Cuentan, además, con asesoría de algunas agencias de viaje colombianas. Estos les explican que deben vestir de forma más o menos formal, portar una maleta de mano y qué decir si les retienen las autoridades migatorias. Los colombianos no necesitan visa para entrar en México si viajan por turismo, el argumento de la mayoría, según las fuentes consultadas, aunque no pocos, cuando se ven en problemas, admiten que vienen a “trabajar” con los carteles.

Cerca de 2.000 colombianos llegan diariamente a México. La gran mayoría entran por algún aeropuerto. Más de 1.700, han sido rechazados desde el 1 de octubre, cuando Claudia Sheinbaum tomó el poder y el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, se hizo cargo de una nueva estrategia de combate al crimen, el principal sello de la nueva mandataria. Algunos de los rechazados tienen antecedentes criminales, de muchos las autoridades cuentan con pruebas “contundentes” de que se van a alistar en algún cartel si los dejan entrar a México. Las rutas más frecuentadas son las que van de Bogotá a Ciudad de México, tanto al aeropuerto internacional (AICM) como al nuevo, el Felipe Ángeles (AIFA) y a Cancún. También hay otra ruta, tanto de ida como de llegada, desde Europa: a través de Madrid, muchos provienen de Polonia después de haber combatido en Ucrania.

Varias de las fuentes consultadas coinciden en que los carteles mexicanos, especialmente Jalisco Nueva Generación, reclutan a mercenarios colombianos por su experiencia en combate, es decir, para adiestrar a sus sicarios en el uso de armamento militar, como AK-47, fusiles AR-15, lanzagranadas; en la fabricación de explosivos y en la colocación de minas antipersonales. “Operan de manera activa en la defensa de los grupos, en la protección y cuidado de las plazas”, asegura una de las fuentes. Otra es más contundente: “Los colombianos introdujeron una idea más en clave bélica, con más organización. El narcotraficante mexicano es más de la cultura ‘soy de huevos’, el colombiano es más estratégico”. “Esta gente no viene a vivir aquí, son fantasmas la mayoría, lo que pasa que les pagan mejor que en Europa, se están cuatro meses y se vuelven”, asegura la misma fuente.

Este fenómeno está extremando la letalidad del crimen organizado en México. Ya alta de por sí, por el suministro de armamento militar con el que cuentan los carteles y que proviene, en un 74%, del tráfico ilegal de armas desde Estados Unidos. Las cifras oficiales de los últimos años dan cuenta de la epidemia de violencia. El pico más alto fue en 2019, cuando se registraron de media más de 94 asesinatos diarios. Desde entonces los números rojos se han ido estabilizando, con alguna ondulación, en un valle altísimo. El año pasado cerró con más de 80 asesinatos cada día. El fenómeno de los mercenarios, que está importando prácticas de guerra como los drones con explosivos o las minas antipersona, no hace más que elevar cualitativamente la amenaza del horror.

A través de WhatsApp, los exmilitares colombianos se comparten fotos y están en permanente comunicación, en grupos de decenas de personas. “Señores, buenas noches, bendiciones, por favor estar en sus casas, nadie en la calle, anda el gobierno bien bravo por todo el pueblo”, se lee en uno de los mensajes a los que ha tenido acceso este diario. “Sonó una mina, las vacas son las que las están activando, pero hay niños por ahí cerca, hablen con el ranchero y que no los manden por ahí para que no haya un accidente”, escriben otros.

Colombia tiene uno de los ejércitos mejor preparados en el mundo, con una gran experiencia en la lucha contrainsurgente, resultado de la interminable guerra contra las guerrillas y los grupos armados ilegales. “El nivel de entrenamiento de la Fuerza Pública colombiana es muy alto y casi comparable con la de Estados Unidos”, explica Andrés Macías, miembro del Grupo de Trabajo de la ONU sobre mercenarios.

Desde el gobierno estatal niegan que en su territorio existan este tipo de campos de entrenamiento. Pero el alcalde insiste: “Tenemos evidencias y denuncias de ciudadanos que nos alertan de más lugares así en la zona. Son grupos armados con material de guerra. Hay que meterle muchos huevos para poner orden”. Un orden muy precario en las zonas más calientes de México, donde el fenómeno de los mercenarios está convirtiendo en cada vez más letal una espiral de violencia que parece no tener fin.

Con información de Diego Stacey, desde Bogotá

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