La recientemente divulgada Estrategia de Seguridad Nacional de EE.UU. contempla la posibilidad de intervenciones militares y el abandono de la «aplicación exclusiva de la ley» en la lucha contra el narcotráfico.
El pasado 15 de diciembre, el presidente estadounidense, Donald Trump, anunció que designaría al fentanilo como «arma de destrucción masiva», al ser el responsable, según dijo, del deceso de entre 200.000 y 300.000 personas por año en su país.
«Ninguna bomba causa lo que causa esta sustancia. Entre 200.000 y 300.000 personas mueren cada año. ¡Que nosotros sepamos! Por lo tanto, clasificamos formalmente el fentanilo como arma de destrucción masiva«, declaró el mandatario desde la Casa Blanca.
El anclaje de esta declaratoria se halla en la Convención sobre Armas Químicas, que entró en vigor en 1997 y prohíbe explícitamente «el desarrollo, la producción, el almacenamiento, la transferencia y el empleo de armas químicas, y se dispone además la destrucción de estas armas en un plazo de tiempo específico».
Aunque el fentanilo no ha sido clasificado oficialmente por las Naciones Unidas dentro de esta categoría, Trump se atribuyó la autoridad de hacerlo y justificar con ello cualquier acción que sea presentada como una necesidad frente a un crimen considerado universalmente como de extrema gravedad.

En la misma comparecencia, el líder estadounidense presumió de los éxitos del uso de la fuerza militar para combatir a los cárteles en las aguas del hemisferio, que se ha saldado con más de 20 bombardeos sobre pequeñas embarcaciones y la muerte de más de 80 personas sindicadas sin pruebas de ser narcotraficantes y reiteró que EE.UU. atacará por tierra blancos del narcotráfico.
«La droga que llega por mar ha disminuido un 94 %. Y estamos tratando de averiguar [de] quién es el otro 6 %. Pero han disminuido un 94 %. Y vamos a empezar a atacarlos [a los cárteles] por tierra, lo cual es mucho más fácil, francamente», dijo al respecto.
Ninguna de las dos cosas puede considerarse como un anuncio aislado; antes bien, se articulan con la política de EE.UU. para garantizar su hegemonía en el hemisferio occidental, incluso si ello entraña el uso de medios bélicos y al margen del derecho internacional.
Decreto de tintes monroístas
Horas más tarde, la Casa Blanca publicó la orden ejecutiva en la que se declara al fentanilo como «arma de destrucción masiva». En la presentación se argumenta que el opioide sintético representa una «amenaza contra la seguridad nacional», lo que de acuerdo con lo contemplado en las leyes locales, le da carta blanca a Washington para tomar las medidas que considere necesarias para protegerse de aquello que ha sido designado como un peligro.
«La fabricación y distribución de fentanilo, principalmente a cargo de redes criminales organizadas, amenaza nuestra seguridad nacional y fomenta la anarquía en nuestro hemisferio y en nuestras fronteras. La producción y venta de fentanilo por parte de organizaciones terroristas extranjeras y cárteles financia las operaciones de estas entidades —que incluyen asesinatos, actos terroristas e insurgencias en todo el mundo— y les permite socavar nuestra seguridad nacional y el bienestar de nuestra nación», se lee en los alegatos presentados por Trump como prolegómeno al decreto.
En la exposición de motivos destaca asimismo la frase: «fomenta la anarquía en nuestro hemisferio y en nuestras fronteras», la cual es consistente con lo contemplado en la recientemente publicada Estrategia de Seguridad Nacional del país norteamericano, en la que sin rubores EE.UU. usa el posesivo «nuestro» para referirse al hemisferio occidental y aglutina las políticas para dicho espacio geográfico bajo el título ‘Corolario Trump‘ a la Doctrina Monroe.

De acuerdo con ese documento, los propósitos centrales de la Casa Blanca en la región son la prevención y el desaliento de la migración masiva, garantizar la cooperación de los gobiernos «contra narcoterroristas, cárteles y otras organizaciones criminales transnacionales», así como «asegurar» el «acceso continuo» de esa nación «a ubicaciones estratégicas claves». «En otras palabras, afirmaremos y aplicaremos un ‘corolario Trump’ a la Doctrina Monroe», precisa el escrito.
En lo que corresponde a las medidas para «asegurar la frontera y derrotar a los cárteles», se anuncia la ejecución de «despliegues [militares] específicos» donde se usará la «fuerza letal para reemplazar la fallida estrategia de aplicación exclusiva de la ley de las últimas décadas» cuando así se estime necesario.
De otra parte, en la Estrategia de Seguridad Nacional se especifica claramente que EE.UU. ejercerá su autoarrogado derecho de intervenir en terceras naciones, pese a que tales prácticas contravienen las obligaciones internacionales que está obligado a cumplir, al ser miembro de la Organización de Naciones Unidas.
En su lugar, en el escrito se lee: «Para un país con intereses tan numerosos y diversos como los nuestros, la adhesión rígida a la no intervención es imposible. Sin embargo, esta predisposición debería establecer un estándar alto para lo que constituye una intervención justificada».
El terrorismo ha sido uno de los motivos esgrimidos por las autoridades estadounidenses para justificar sus acciones bélicas en Irak, Afganistán, Libia, Siria e Irán. En concordancia con esa doctrina de política exterior, en el recién publicado decreto se advierte que «la posibilidad de que el fentanilo sea utilizado como arma para ataques terroristas concentrados y a gran escala por parte de adversarios organizados, es una amenaza grave para EE.UU», con lo que se abre la puerta a eventuales acciones militares en los lugares que ese país declare como objetivos legítimos.
La pátina de legalidad
El decreto donde se designa al fentanilo como «arma de destrucción masiva» contiene cuatro instrucciones a altos cargos estadounidenses, pretendidamente presentadas como acciones de política interior, pero que cuyo alcance se compadece con los objetivos de política exterior para el hemisferio consagrados en la Estrategia.
Así, Trump instruyó a la fiscal general, Pamela Bondi, a iniciar «de inmediato las investigaciones y el procesamiento penal por tráfico de fentanilo, incluyendo la presentación de cargos penales, según corresponda, el aumento de las penas y la modificación de las mismas», mientras que los secretarios de Estado y del Tesoro, Marco Rubio y Scott Bessent, tendrán a su cargo identificar posibles fuentes de lavado de activos, así como a personas e instituciones que «participen o apoyen la fabricación, distribución y venta de fentanilo ilícito y sus precursores químicos principales».

Por su lado, el secretario de Guerra, Pete Hegseth, y Bondi deberán determinar «si las amenazas que representa el fentanilo ilícito y su impacto en EE.UU. justifican la asignación de recursos del Departamento de Guerra al Departamento de Justicia, al tiempo que Hegseth, en consulta con la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, «actualizará todas las directivas relativas a la respuesta de las Fuerzas Armadas a incidentes químicos en el territorio nacional para incluir la amenaza del fentanilo ilícito».
Finalmente –y aquí reside la clave del alcance extraterritorial–, el dignatario ordenó a Noem que identifique «las redes de amenazas relacionadas con el contrabando de fentanilo utilizando inteligencia sobre amenazas relacionadas con las armas de destrucción masiva y la no proliferación para respaldar todo el espectro de operaciones contra el fentanilo», ello «para garantizar que EE.UU. utilice todas las herramientas adecuadas para combatir el fentanilo».
¿México en la cuerda floja?
Desde otro costado, Trump aludió a «los dos cárteles» –el de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación, designados como organizaciones terroristas en enero pasado– «predominantemente responsables de la distribución de fentanilo en EE.UU.» y los responsabilizó de involucrarse «en conflictos armados por territorio y para proteger sus operaciones, lo que resulta en violencia y muerte a gran escala que van más allá de la amenaza inmediata del fentanilo en sí».
Aunque es verdad que el narcotráfico en México, lugar de origen de esas dos entidades criminales, ha dejado una estela de miles de asesinados y desaparecidos, ello no tiene lugar en territorio estadounidense, razón por la cual las autoridades de ese país no tendrían que implicarse en el combate al flagelo, salvo que el Gobierno mexicano así lo solicitase, y de ningún modo justificarían la puesta en marcha de operativos terrestres unilaterales.

A este respecto, la presidenta Claudia Sheinbaum ha sido consistente y categórica: está dispuesta a cooperar con EE.UU. en el combate al narcotráfico, pero las intervenciones unilaterales están totalmente descartadas, sin importar lo que alegue Washington.
«Somos un país soberano y nunca aceptaríamos una intervención extranjera (…), ya tenemos un entendimiento con EE.UU. en materia de seguridad», afirmó la mandataria a inicios de diciembre, al ser cuestionada sobre la posibilidad de que su país resultara atacado por tropas estadounidenses en el contexto de supuestos operativos anticárteles.
En contraste, Sheinbaum fue cautelosa cuando se le preguntó qué implicaciones tendría para México el decreto de Trump sobre el fentanilo. «Vamos a analizar exactamente qué es. Apenas ayer se publicó. Vamos a analizar qué implicaciones tiene. Una parte se manda para que se haga ley en EE.UU. y otra parte es un decreto. Apenas estamos analizando el alcance de lo que se publicó», dijo, al ser preguntada sobre el tema.
A ello sumó que los dos países tienen visiones distintas de cómo atender el problema del consumo de drogas, pues si bien las autoridades mexicanas concuerdan en que es preciso sancionar a los responsables de cometer los delitos, ello es insuficiente para impedir que las personas recurran al uso de sustancias, cuya causa real, afirmó, está en otro lugar.

«La causa fundamental tiene que ver con un desapego, que las y los jóvenes prefieren la utilización de las drogas para salirse de su realidad, en vez de atender el fondo de su situación. Tiene que ver con salud mental, tiene que ver con el apego, tiene que ver con la familia, tiene que ver con la educación y tiene que ver con la atención a las causas. Mientras no se atiendan las causas –esa es nuestra visión y se lo he planteado al presidente Trump–, tienen que atenderse las causas, no solo esta visión de catalogar a una de las drogas como arma de destrucción letal. Si no se atienden las causas, será una o será otra droga«, argumentó.
En adenda, la mandataria llamó a recordar que no puede ignorarse que «el fentanilo también tiene un consumo legal», pues «se utiliza como anestésico». «¿Qué implicaciones tiene para el uso legal y el uso no legal, cuando se determina que es un arma de destrucción química?», se preguntó.
«Hay que analizar cuáles son los alcances y nuestra posición es que, más allá de la parte punitiva y que tiene que perseguirse a aquellos que, sobre todo, generan violencia vinculada con el tráfico de drogas, el tema central es la atención a las causas», redondeó.
Frente a una eventual intervención estadounidense derivada del decreto, reiteró que está «en contra de cualquier intervención en cualquier lugar del mundo, pero en México más». «La soberanía y la territorialidad no están en discusión bajo ningún motivo», completó.
Barbas en remojo
Aunque la declaratoria del fentanilo como «arma de destrucción masiva» apunta directamente a México, dado su rol en la distribución del opioide dentro del territorio estadounidense, el resto de América Latina no puede dar por descontado que Trump se abstendrá de lanzar operativos terrestres en sus países porque no están vinculados con ese negocio.
La supuesta «guerra» contra los cárteles que pretende ser justificación para el más grande despliegue militar de EE.UU. en el Caribe de las últimas tres décadas resulta elocuente al respecto, toda vez que los informes de entidades especializadas como la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito consignan que más del 80 % de la cocaína que se trafica hacia el norte del continente sigue la ruta del océano Pacífico.
Esos datos, pese a que han sido divulgados oportuna e insistentemente, no han impedido que Trump acusara sin pruebas a los presidentes de Colombia y Venezuela, Gustavo Petro y Nicolás Maduro, de liderar cárteles de drogas, y para que él y altos funcionarios de su gestión como Rubio o Hegseth insistan en la legalidad de bombardear aparentes ‘narcolanchas’ en las aguas del hemisferio, en virtud de que sus tripulantes responderían a supuestas organizaciones «narcoterroristas» controladas por Caracas o Bogotá.
En la misma línea, el mandatario estadounidense no ha descartado bombardeos ni operaciones terrestres en Venezuela, Colombia y México, pero también en cualquier otro lugar de América Latina al que su administración designe como blanco legítimo en el marco de su política antidrogas.
«No se trata solo de ataques en tierra en Venezuela. Se trata de ataques en tierra contra gente horrible que trae drogas y mata» a su pueblo. No tiene que ser necesariamente en Venezuela. Son las personas que traen droga a nuestro país los objetivos«, declaró el pasado 12 de diciembre.
De su parte, las autoridades venezolanas han insistido en que el despliegue militar estadounidense cerca de su territorio es un pretexto para concretar un «cambio de régimen» e instalar a un Gobierno proclive a Washington, dispuesto a entregarles el control de sus vastos recursos naturales, particularmente el petróleo y el gas natural.
Entretanto, Petro, amén de compartir la denuncia venezolana, ha calificado de «ejecuciones extrajudiciales» los bombardeos contra pequeñas embarcaciones en el Caribe o el Pacífico y anunció que emprenderá acciones judiciales contra las autoridades estadounidenses. Como respuesta, recibió una amenaza de Trump: «Espero que me escuche, él será el siguiente», sostuvo el dignatario, quien afirmó que su homólogo colombiano «va a tener grandes problemas si no entra en razón».
A ello se han sumado denuncias de Cuba, de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) y advertencias del presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, sobre las implicaciones regionales que entrañaría una invasión de EE.UU. contra Venezuela o cualquier otro país. Pero los reclamos, denuncias y revelaciones de acusaciones injustas resultan insuficientes para los tiempos que corren.
La renovada ofensiva de Washington contra América Latina apenas comienza y la región vive uno de sus momentos de mayor desintegración, lo que limita fuertemente su capacidad para responder de manera articulada a lo que puede convertirse en otro mecanismo de coerción y dominio, cubierto con un paraguas de declaraciones falsas o exageradas y de aplicación extraterritorial de las leyes estadounidenses. No sería la primera vez.








